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Ella era una isla plástica

Nos distingue el plástico, el empaque, la pulcritud. El pueblo puertorriqueño ha enfrentado el año 2017 con una crisis que trastoca nuestra identidad. Se nos ha impuesto abandonar uno de los íconos de la puertorriqueñidad: la bolsa plástica. La estocada llegó mediante la Ley Núm. 247-2015, conocida como “Ley para la Promoción de Bolsas Reusables y la Reglamentación del Uso de Bolsas Plásticas en el Estado Libre Asociado de Puerto Rico”. Miles de ávidos consumidores se toparon (y topan) con una triste realidad: la era del desmedido frenesí de bolsas plásticas llegó a su fin. En más de una ocasión, usted y yo, hemos vivido la triste escena donde un comprador, con ojos vidriosos, enfrenta la cruda realidad de que no podrá proteger su bollo de pan con plástico. A todas luces el escudo de la bolsa de papel que cobija el bollo de pan no es suficiente empaque, no garantiza que el pan no entre en contacto con el mundo exterior. Igual sucede con los desprotegidos plátanos que han sido pobremente empacados en una bandeja de styrofoam con envoltura plástica, como si su gruesa cáscara, el foam y la lámina de plástico fuesen garantía de la higiene del producto camino a la casa. Menos mal que esas afrentas no se han materializado contra la fina bolsa plástica para vegetales. Aun podemos proteger los plátanos, su bandeja de styrofoam y su envoltura plástica dentro de la bolsa para vegetales, menos mal. Pero la ausencia de la bolsa plástica no solo tiene nefastas repercusiones para la pulcritud, la higiene y la salud, también lacera la cultura puertorriqueña. La acumulación de estas bolsas, que ocupan una importante porción de los hogares puertorriqueños, tiene manifestaciones cuasi-religiosas que son elocuentes de la importancia simbólica de la bolsa plástica. Esta práctica cultural, condenada a desaparecer, recuerda la descripción que Horace Miner nos legó hace más de 60 años, cuando publicó en American Anthropologist sobre los altares de los Nacirema. Si observamos el modo en que las puertorriqueñas guardan las bolsas plásticas se hace evidente el ritual. Estas prácticas son responsabilidad de las mujeres. La transmisión cultural de cómo disponer de las bolsas recae sobre la madre, quien instruye a las hijas (para convertirlas en buenas esposas) sobre la preparación del artefacto sagrado. Una vez consumado el ritual, el artefacto es estratégicamente guardado en algún lugar oculto de la cocina, usualmente en una discreta gaveta que garantice que los visitantes o inclusive los varones de la unidad familiar no la accedan. Previo a guardarles, se convoca la ceremonia donde la esposa junto con las hijas, y en ocasiones alguna amiga cercana, efectúan una complicada sucesión de dobleces que lleva a lo que he llamado ‘la transmutación de la bolsa’. Tras esta ceremonia, las dimensiones de la bolsa se alteran y de manera que nunca pude comprender una bolsa de 12” de largo por 12” de ancho se convierte en un triangulo diminuto. Es solo a través de la ceremonia de la trasmutación donde la bolsa adquiere su carácter sagrado. Previo a la trasmutación, la bolsa tiene un carácter mas instrumental, mas en el renglón de lo que Durkheim considera profano. Debo señalar que el detalle de la trasmutación me es inaccesible por asuntos de género. Espero que este escrito sea motivación para que compañeras antropólogas en ánimo de rescatar estas prácticas lleven a cabo etnografía de salvamento para documentar estos rasgos culturales en peligro de extinción. Por otro lado me parece espantoso que ante esta afrenta el Instituto de Cultura Puertorriqueña (ICP) no se haya proclamado en contra de la medida. Según reza en su pagina cibernética el ICP existe para, entre otras cosas, “conservar, promover y divulgar la cultura puertorriqueña en su diversidad y complejidad”, su misión es proteger las costumbres que nos identifican como país. Sin lugar a dudas, la bolsa plástica y las prácticas que le acompañan nos identifican. Hubiera querido ver al ICP asumiendo una postura a tono con su deber ministerial de conservar la cultura del plástico, en fin, actuando como paladín de la cultura puertorriqueña. Esta realidad de nuestra cultura plástica, del empaque, me golpeó estando en el extranjero. En el 2011 me disponía a salir de pesca en Almwch, Gales con un grupo de amigos mancunianos. Preparé unos emparedados para el grupo. Estando en el lugar de pesca saque los emparedados y los mancunianos se morían de la risa diciendo: “Ustedes los puertorriqueños tienen una forma particular de empacar las cosas. El emparedado esta envuelto en papel toalla, en papel de aluminio, dentro de una bolsa plástica que a su vez se guarda en la mochila.” Para mi la multiplicidad de empaques era normal. Para los ingleses o el papel toalla, o el aluminio, o la bolsa plástica… pero jamás los tres. En ese momento comprendí nuestra fijación con en el empaque, nuestra cultura plástica. Sin embargo, cuando se trata de cultura utilizar la palabra en singular siempre es problemático. La imposición mediante la Ley Núm. 247-2015 bien se puede argumentar responde a una subcultura (concepto igualmente problemático) que tiene visiones distintas, que rompen con la norma. A fin de cuentas, las sociedades no son monolíticas, distintos grupos buscan adelantar intereses disimiles. Esta subcultura que he de llamar ambientalista parecen acentuar la importancia del medio ambiente sobre la tradición del plástico. Irreverentes a la cultura plástica los ambientalistas parecen favorecer aspectos ambientales y ecológicos. Parece ocuparles el hecho de que en Puerto Rico circulan cerca de mil millones de bolsas plásticas al año. Parecen preocuparse por la situación de que especies marinas (algunas en peligro de extinción) mueren a consecuencia de las bolsas que alcanzan nuestras costas. Presentando total desprecio por la potencial perdida de la cultura plástica han levantado su voz ante el hecho de que cada puertorriqueños producen algo cercano a 5.56 libras de basura diaria. Se proclaman indignados ante programas de reciclaje inoperantes, donde nos acercamos tímidamente a un porcentaje de dos dígitos. Algunos de estos (claro este es un grupo diverso) creen que eliminar la icónica bolsa plástica resolvió el problema. Otros parecen insaciables en su búsqueda por mejorar el ambiente y plantean que el alarmante problema de manejo de desperdicios sólidos implica medidas serias, consecuentes; inclusive hablan de un plan a corto, mediano y largo plazo que incluya reúso, reciclaje y consumo responsable. Sin embargo, aun siendo un grupo diverso, todas las facciones de los ambientalistas parecen coincidir en que la eliminación de las bolsas plásticas es un importante paso en la dirección correcta. Ahora, los defensores de la cultura plástica no son recipientes pasivos ante la imposición que representa la Ley Num. 247-2015. En aras de rescatar la cultura plástica se presentó un proyecto de ley para que las bolsas plásticas regresen a nuestros comercios, nuestros hogares, nuestras calles, nuestros vertederos y nuestros cuerpos de agua. El 13 de febrero comenzó la discusión en el capitolio sobre El Proyecto de la Cámara 686 del representante Nelson del Valle que buscaba derogar la prohibición al uso bolsas plásticas en establecimientos comerciales. Sin embargo, tras las vistas, este intento fue derrotado, del Valle retiró el proyecto. Los ambientalistas utilizaron todo tipo de artefactos discursivos, incluyendo la simpática estrategia de que niños depusieran ante los legisladores las virtudes ambientales de prescindir de la cultura plástica. Según publicado por Gabriela Saker Jimenez en el Nuevo Día, en su versión digital del 16 de febrero, la estudiante Gabriela Carrasquillo Piñeiro representante de la secundaria Montesorri de Puerto Rico dijo en vista publica: “Estamos hablando de nuestro entorno y de cómo llevar a cabo un cambio cultural significativo que no esté centrado en el bienestar y comodidad del ciudadano como individuo, de no continuar enajenándonos de las consecuencias que esto causa”. Al menos hoy, el cambio cultural que promulga la estudiante Gabriela Carrasquillo Piñeiro prevaleció sobre la cultura del plástico. Hasta ahora esta lucha social la han ganado los ambientalistas. Quizás, los rasgos culturales del plástico y el empaque los leamos en los libros de historia como algo del pasado, extinto. Quizás, en un futuro, el plástico no sea símbolo de pulcritud e higiene y aquello que nos identifique. Quizás se consuma menos y más responsablemente, quizás se reúse más, quizás se recicle más, quizás se desperdicie menos. Quizás, solo quizás, en un futuro se pueda verdaderamente decir “ella era una isla plástica”.

 
 
 

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